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Segunda jornada Gastronomika 2020. Cocineros que se bajan del pedestal

Guillermo Elejabeitia

 

Gastronomika da voz a artesanos de una cocina inmediata y respetuosa con el producto, servida en espacios informales a precios razonables.

“Tampoco hay que volverse locos, lo que hacemos no es más que dar de comer a la gente”. Son palabras de Carlos Torres, chef del restaurante La Buena Vida, en el documental que se ha presentado en la segunda jornada de San Sebastián Gastronomika – Euskadi Basque Country, dedicada a retratar a una hornada de cocineros decididos a bajarse del pedestal y volver a mirar a los ojos de sus clientes. Un puñado de artesanos heterodoxos -Pedrito Sánchez, Rafa Peña, Nino Redruello, Iván Domínguez o Andreu Genestra, entre otros- que no se pliegan a los estrictos dictados del 'fine dining' y a los que el congreso reunió en casa de otro profesional acostumbrado a hacer saltar por los aires los estereotipos, Andoni Luis Aduriz.

Sería imposible acotar una tendencia o definir un modelo concreto, cada uno de los profesionales que han pasado a lo largo del día por Gastronomika es fruto de inquietudes diferentes. Tampoco cabe hablar de una tipología de restaurantes, ¿qué tiene que ver Fismuler, que da 140 comidas en un bullicioso local del centro de Madrid, con un Bagá en el que apenas caben 15 comensales? Lo que tienen en común es que en todos ellos el protagonista y el que toma las decisiones no es tanto el chef como el cliente. “La gente no viene a conocer Fismuler, vienen a conocerse ellos”, apunta Nino Redruello, por eso en su restaurante los camareros jamás interrumpen la conversación para explicar un plato, aunque sea tan despampanante como su tortilla de ortiguillas.

Se trata de cocineros que “no suelen venir a los congresos, posiblemente porque están cocinando”, deslizó con sorna Benjamín Lana, comisario de la muestra. Tampoco se les ve demasiado en los medios, ni tienen contratos de asesoramiento para cadenas hoteleras o grandes marcas -y eso que a algunos de ellos ya les han tentado- porque consideran que esas distracciones les alejan de su oficio. Disfrutan pasando horas en los fogones y sin embargo huyen de la precisión y el perfeccionismo que ha marcado tradicionalmente la alta cocina. “No he leído una receta en mi vida”, llegó a fanfarronear Pedrito Sánchez.

En su despensa no atesoran productos suntuarios, sino que siguen la cadencia de la temporada y escuchan las historias de los productores vecinos. Al llegar al fuego, hay más “juego de muñeca”, como dice Jordi Vilà, que saltos mortales. Esa filosofía de guisar y vender les facilita ajustar costes y presentar un ticket razonable, aunque no estemos hablando de restaurantes baratos. La mayoría han roto con la dictadura del menú degustación. Eso les permite hacer gala de una flexibilidad con la que consiguen ganarse una clientela frecuente. “Hay quien viene a comer cuatro días a la semana, no puedo darles todos los días carne roja, al fin y al cabo, su salud está en mis manos”, ilustraba César Martín, cocinero de Lakasa. El mayor lujo que ofrecen sus restaurantes es saber que el chef está cocinando para ti.

A todos ellos les abrió las puertas de su casa otro verso suelto como Andoni Luis Aduriz, capaz de afirmar sin empacho que “de cocinero tiene pocas trazas” y cuyo trabajo tiene más que ver con el conflicto constante de un artista. No es casual que le acompañaran en su intervención, sentados a la mesa de Mugaritz, el escritor Harkaitz Cano y el pintor y escultor Manu Muniategiandikoetxea, ambos amigos y colaboradores de la casa. En esa conversación profunda de sobremesa a la que los congresistas fuimos invitados se rompió literalmente el hielo para pescar una ostra en un cubo y se terminó besando con lengua un cojín de agua congelada impregnada de txangurro. Cosas del arte contemporáneo.

Y cerró esta jornada de cocineros atípicos el maestro Hilario Arbelaitz, siempre fiel a “una cocina natural, de estación”, que ha evolucionado sosegadamente a partir de la herencia recibida de su madre. El de Zuberoa puede considerarse también un heterodoxo, porque no se volvió loco cuando todo el mundo lo hacía.

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